Desde Montmartre, 1953
Pastel sobre papel 27 x 36 cm
¡La soledad! ¡ahí es nada:
todo ese gran socavón vacío, y... sagrado! La soledad, como sabemos, ha
sido sentida, vivida, sufrida, incluso gustada; también ha podido ser negada,
pues alguien (un alguien de altura) ha podido decir: “Cuando estés de noche en
tu cuarto, aún cuando tengas las puertas y las ventanas cerradas y apagada la
luz, no digas que estás solo: nunca se está solo”.
A la soledad, vista de tal
o cual manera, la necesitamos todos sin remedio. Claro que el artista, el
creador, la necesita más que nadie, ya que en ella -y sólo en ella-, en su concavidad
vacía, es donde el creador lo encuentra todo... Sí, todo aquello que vamos
logrando ser -en la vida y en la obra de creación- se lo arrancamos, muy
penosamente, a la soledad. La soledad no nos da nada (y no por avarienta, sino
porque ella misma no dispone de nada ni es nadie); la soledad está ahí, sin
más, quieta, fija, fidelísima, sordomuda, permitiéndonos ser nosotros.
R.G., En torno a la soledad (sin remedio), 1992
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