viernes, 25 de abril de 2008

LA CIUDAD DE LA LA PINTURA

RG con Andrés y Miriam en el Panteon de Roma. 1993. Foto: Isabel Verdejo


Es el caso de Ramón Gaya, por muchos conceptos, único en nuestra historia reciente, cuando se pueda ver, único también en la pintura europea del siglo que acaba en estos meses. Durante ochenta años, de sus noventa, ha sostenido sólo con su pintura, y con todo lo que ésta ha favorecido, el sueño de los clásicos: un arte nuevo para un hombre nuevo, en un momento en el que, oh rara paradoja, el arte y el hombre envejecían con inusitada rapidez bajo banderas que se presentaban nuevas y revolucionaras, antes de la derrota, en tantos campos de batalla artísticos y políticos.
La única ciudad en la que ha vivido Ramón Gaya a lo largo de estos noventa años ha sido la pintura. Todo en su vida, de una u otra manera, incluso en el largo compás de espera mexicano que se llevó la mitad de su exilio, parece haber sido dispuesto, tramado, urdido para vivir en esa vieja ciudad, silenciosa y solitaria, de la pintura, y siempre que entendamos por pintura una forma de conciencia y no otra cosa. Podemos seguir sus pasos por Murcia, Madrid, París, México, Roma, Florencia, Barcelona, Valencia, descubrir su breve sombra en ciudades como Amsterdam, Viena o Londres, Cuernavaca, Aix o Granada, pero en todos los casos es la pintura la que le ha atraído hacia ellas, o sea, un grado mayor de conciencia que le ha reclamado a su mismo centro, como si dijéramos, y que en cada una le ha dado albergue y tregua.


(Principio del texto de Andrés Trapiello, “Solo pero no de espaldas”, para la exposición RAMÓN GAYA Y LAS CIUDADES, que tuvo lugar en el IVAM de Valencia en Mayo de 2000.)


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