jueves, 23 de octubre de 2008

REFLEXIÓN DEL OJO



REFLEXIÓN DEL OJO
Ante un cuadro de Ramón Gaya

¿Se están moviendo o no, de pronto, esos profundos pero ligeros cuajos de color como flotantes tinturas subacuáticas? Parece que se esponjaran, que se expandieran aunque sin cambiar de tamaño, en una silenciosa y lentísima explosión como de terrón de azúcar en el agua. Se llenan todos de ecos mutuamente, se tiñen unos de otros, no del color de unos y otros: del sabor de cada uno rezumante. Sí, este lento surtidor de resonancias no es la armonía de los colores que estaba allí desde antes, es un concierto de sabores, es el orden que sueña punzantemente la dulzura. No, esto no es un sabor, es una música, el mutuo sostenerse ingrávido de los ecos, el diáfano castillo de cristal de los reflejos puros. No, aquí no suena nada, es el silencio, el volver en sí del ojo tan lejos del estupor como del hastío, la mirada que al fin llena todo su sitio sin rebasarlo un ápice, enfrente de la fiera realidad a la debida distancia, como el buen torero que espera la embestida de la fuerza y la guía a precipitarse en la luz.
Pero qué gran fortuna, ahora que lo vemos, ahora salta a la vista, que toda esta excelsa operación callada no empiece en su propia excelsitud, que no venga ya de allí preñada de su música, que este acorde visible no haya sido sacado afuera desde un ser interior encerrado en su gruta de negros colorines, como si hubiera un fuera y un dentro desde antes y hasta después irreconciliables.
Qué fortuna que esta dignidad de lo visible sea la del mundo y no la de una impía magia desdeñosa.
Qué fortuna o qué providencia. Porque los ojos que vieron ese canto en el testuz de lo real bajado para la embestida no transmitieron el secreto de ojo a ojo sin pasar por una mano. Y así no acaba su comercio en una sola apropiación por la mirada, sino que avanza más y pone la visión en nuestras manos. Nunca hay que quitar de en medio el grueso de la mano con su temple material y la espesa memoria de sus vicisitudes: es siempre de la mano como soberanamente la verdad nos lleva.

Tomás Segovia.

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