Isabel Verdejo, Ramón Gaya y Eloy Sánchez Rosillo - Museo del Prado, 1997. Fotografía Juan Ballester.
“Tendría que haber sido yo un
necio absoluto para no impregnarme, a lo largo de tantos años de amistad, de lo
que aquel hombre y su obra emanaban”.
El poeta Eloy Sánchez Rosillo fue una
de las primeras personas que estuvo en contacto con Ramón Gaya en Murcia. Hubo
entre ambos una honda amistad que aún parece expandirse en el tiempo. Sánchez
Rosillo la tiene siempre muy presente, como en esta pequeña entrevista nos dice
él mismo. La pintura y los dibujos de Ramón Gaya, con perfecta armonía, han
ilustrado las cubiertas de muchos de los libros del poeta. Su relación duró
siempre, igual que permanecerá la obra de ambos creadores. Eloy, de acuerdo con
su naturaleza, nos regala su verdad hecha poesía, al igual que Gaya nos ofrece
la suya a través de la pintura. Sánchez Rosillo es un reconocido poeta
español que tuvo el privilegio de ser amigo de Ramón Gaya. Hoy nos habla de lo
que para él significó aquella amistad.
M. R. G.: ¿Quién es Ramón Gaya?
E. S. R.: Un gran pintor, un extraordinario escritor y un amigo muy querido.
Amigo durante los más de veinticinco años en que lo traté, pero asimismo ahora;
la muerte no puso fin a tan imprescindible compañía. Ahí están las obras de
Gaya: cuando acudo a ellas, además de entregarme sus propias riquezas, me
acercan también de manera muy vívida la presencia de quien las creó.
M. R. G.: ¿Cuándo conoces a
Ramón? ¿En qué momento te das cuenta de que se trata de un pintor y escritor singular?
E. S. R.: Lo conocí en la primavera de 1979 y desde esa fecha no dejó
nuestra amistad de fructificar, de ir haciéndose mejor. Los muchos años que mediaban
entre su edad y la mía no supusieron un obstáculo para que tuviéramos una
relación de tú a tú, con confianza total, sin preeminencias por parte de Gaya
ni reverencial discipulado por lo que a mí respecta. Así debe ser la amistad. A
Ramón, hasta los dos o tres últimos años de su vida, no se le notaba la edad,
no tenía edad, y eso facilitaba la “igualdad” entre él y sus amigos verdaderos.
Esto no quiere decir, claro está, que yo no supiera muy bien quién era él. Le
tenía un respeto y una admiración enormes, lo cual aún acrecentaba más mi
afecto. Su valía asombrosa pude advertirla antes incluso de conocerlo en
persona. Un buen amigo común, José Rubio, propició nuestro encuentro, pero previamente
me había prestado su propio ejemplar de la primera edición (única por entonces)
de Velázquez, pájaro solitario, que
leí con entusiasmo muy grande. También con antelación el mismo amigo le regaló
a Gaya un ejemplar de mi primer libro de poemas, publicado el año precedente. Antes
de que nos conociéramos había visto yo además en casa de Rubio algún cuadro de
Gaya. Es decir, que cuando tuve delante por primera vez a aquel hombre era ya muy
consciente de que se trataba de alguien no sólo singular, como dices en tu
pregunta, sino verdaderamente excepcional. Y he de decir que su persona en nada
me hizo rebajar la alta opinión que de él tenía. El hombre, a pesar de las debilidades
que como cualquiera pudiera tener, era impresionante y estaba por completo a la
altura de su obra (cosa que no siempre sucede, o, mejor dicho, que no suele
suceder).
M. R. G.: ¿Qué hay de Ramón Gaya
en ti, en tu obra?
E. S. R.: Quiero pensar que algo habrá quedado de él en lo que soy y en lo
que hago. Tendría que haber sido yo un necio absoluto para no impregnarme, a lo
largo de tantos años de amistad, de lo que aquel hombre y su obra emanaban. Ya
he apuntado antes que Ramón no posaba nunca de maestro ni pretendía colocar a
nadie en la incómoda situación de discípulo. Apreciaba y respetaba sobre todo a
aquellos en quienes percibía una entidad propia y auténtica, aunque fuera todavía
incipiente. Tal vez haya en mí algo —ojalá— de su inclinación hacia lo diáfano
y transparente, hacia la misteriosa claridad; coincido con él en el antibarroquismo
y el amor por lo esencial (que en modo alguno excluye en ninguno de los dos el
gusto por la carnalidad de lo real); el sentimiento de la luz y el estremecimiento
ante el cromatismo cambiante y vibrante que la luminosidad proporciona creo que
también se hallan presentes en ambos… En fin, no sé. Esto que me preguntas tal
vez podrán percibirlo otros mejor que yo. No soy el más apropiado para
señalarlo.
M. R. G.: ¿Cuánto tiene aún por
enseñarnos la obra pictórica y literaria de Ramón Gaya?
E. S. R.: Todo gran creador es como un manantial que no cesa de brotar
desde el momento en el que aparece en el mundo y al que no se le puede suponer
un agotamiento o un final. La obra de Gaya está tan viva y fresca, tan
reciente, como en el tiempo en el que iba saliendo de sus manos. De ella
aprendimos mucho los contemporáneos que tuvimos la suerte de descubrirla pronto,
cuando aún estaba haciéndose, y de apreciarla en lo que vale, y de ella
seguirán sin duda nutriéndose quienes se acerquen a Gaya ahora o en las
generaciones venideras. No es concebible para mí que alguien que pintó lo que este
hombre pintó y que escribió lo que él escribiera pueda caer en el olvido.
Siempre contará con los más atentos y puros de cualquier momento. Ojalá vaya
creciendo el número de los que se le acerquen. Aunque, teniendo en cuenta los
derroteros por los que el mundo rueda, no parece que sus seguidores vayan a ser
legión nunca. Yo le auguro lo mejor: la “inmensa minoría” sucesiva a la que
aspiraba Juan Ramón.
M. R. G.: ¿Te gustaría contarnos
alguna de tus vivencias más significativas junto a Gaya?
E . S. R.: La verdadera amistad es un don, un don incalculable, sin fisuras
y completo en sí mismo. Yo no recuerdo los muchos años de relación con Gaya por
fragmentos ni por momentos, por sucesos individuales y que puedan aislarse en la
memoria, sino como una unidad luminosa e indivisible. Todo lo que aquella
amistad me proporcionó fue y sigue siendo vivencia reveladora para mí. Ramón
nunca era banal. Incluso cuando te hablaba de lo más sencillo y cotidiano solía
elevarse —como el que no quería la cosa— a alturas increíbles, o podía asomarse
y asomarlo a uno a repentinos abismos insospechados. Y todo ello del modo más
natural, sin solemnidad ni artificio, y acompañado de un sentido del humor constante
y finísimo. Sin embargo, podía caer de pronto en momentos de honda melancolía,
pero no se regodeaba en ellos y salía a flote enseguida. Era un hombre positivo,
templado y sereno, equilibrado, sabio en el sentido antiguo y mejor de esta
palabra. Pero en un ser tan completo las emociones estaban de igual forma muy a
flor de piel. En más de una ocasión advertí yo cómo se le quebraba la voz y se
le saltaban las lágrimas cuando, en nuestros paseos por el Museo del Prado, nos
deteníamos frente a algún cuadro especialmente apreciado por él (quizá más que
ningún otro lo conmovía el velazqueño Niño
de Vallecas, obra para él milagrosa y que estaba como más allá de la pintura);
asimismo se le podía ver emocionado por una música o un poema, por determinados
momentos de la naturaleza y por los más variados acontecimientos —tristes o a
legres— del vivir.
Murcia, 27 septiembre de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario