"Pero la belleza, la terrible belleza está ahí, delante de nosotros sin remedio, inevitable; es algo existente, y evidente que clama, que reclama, que exige, que pide. (Nunca se trata aquí, claro es, de una belleza lineal, formal, abstracta, inhabitada, inanimada, de academia, estética, canónica, sino de una belleza absolutamente viva, palpitante, que, cuando surge, se apodera de todo, lo es todo.) Es inmensa; esta carnosa y sustanciosa belleza es siempre inmensa, descomunal; es casi como un monstruo, y claro, de una fuerza arrolladora, inundadora. Cuando la belleza pasa de no estar aún presente a estarlo ya, es decir, cuando nos topamos de cara con su ser, con su ser entero, de cuerpo entero, se diría que algo -algo que ignoramos- nos ha sucedido en nuestra carne o en nuestra... alma; no es propiamente que de no verla se pase de pronto a verla y nos pueda de pronto sorprender, anonadar, asustar, enamorar, apasionar, aprisionar, sino como si de no estar todavía se pasara, más aún que a estar ella, a no estar nosotros, ya que casi nos borra, casi nos suprime. La belleza nos arrastra, diríamos, hacia una orilla extrema, última, de nosotros mismos, y nos deja allí, en ese borde difícil, como desprovistos y desasistidos, sin saber qué hacer, sin tener qué hacer.
Ramón Gaya. Tropiezo y contrariedad de la belleza. Tramonto romano. Italia 1976.
Pre-Textos Obra Completa Tomo III
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