ROMA
Cuando se trazan esas cuatro letras sobre un papel, apenas si tenemos algo más que añadir, ya que por sí solas parecen expresar la ciudad completa, y al pronunciar la palabra que forman nos encontramos con un cuerpo redondo, blando y firme como una piedra de río, como un canto rodado, limado. Sus dos sílabas parecen los senos duros de una mujer feroz, antigua capitana, tierna, maternal. Porque Roma no es nada femenina, pero sí es, en cambio, terriblemente hembra, es decir, rotunda, absoluta, fuerte. Tiene una fuerza blanda, un poderío blando, como lo tiene la mujer, o la miel virgen, o la cúpula, o el arco de un puente, o la copa de un pino. Apenas entramos en Roma nos damos cuenta de que lo redondo, la perfección limitada de lo redondo, es su clave. La basteza, la insolencia, la plebeyez del barroco debió sentirse aquí muy a gusto, porque lo romano tiene majestad, la gordura de la majestad, pero no tiene delgadez, la delgadez de lo aristocrático. Roma parece un gran trono majestuoso, pero levantado a la intemperie, es decir, parece un trono campesino. Por eso el verano -la estación plebeya- se afinca en Roma con ese abandono vívido, con esa propiedad, con ese derecho. ¿Me atreveré a decir que el poderoso y tiránico atractivo de Roma consiste, acaso, en su falta de espíritu? Roma halaga en nosotros toda nuestra terrenalidad, disculpa nuestra terrenalidad. Lo más elevado que puede suceder en Roma es el lirismo, pero el lirismo, ya se sabe, únicamente viene a ser una complacencia, un encharcamiento de lo espiritual; al lirismo le falta salida, respiración, salvación, elevación, trascendencia; el lirismo es la materia que queda, lo que queda de un hermoso incendio. Roma es, en efecto, eterna, pero no como es eterno el espíritu, sino como es eterna la tierra, como es eterno el suelo firme, nuestro suelo, el suelo de la vida.
Ramón Gaya. Italia, 1953 (Obra Completa. Pre-Textos)
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