sábado, 28 de noviembre de 2009

LA IMPOTENCIA DEL HOMBRE SOLO

La Gioconda. Leonardo da Vinci. Museo del Louvre.


Pero un buen día, pasando por delante de La Gioconda me pareció entrever que algo se había movido en mi ánimo respecto a esa pintura y ya no la encontraba tan estéril; no era un cambio de juicio, ni siquiera un giro de la simpatía; era sólo que ahora me gustaba saber que ese extraño y bello artefacto seguía allí, perpetuamente expuesto a las miradas, ofrecido a todos como una lección, como una advertencia, como un ejemplo. En una palabra: sirve. Es una imagen altísima de aquello que no debe hacer nunca un creador: dejarse caer en la endemoniada tentación de inventar y, lo que es más grave, de construir aquello que ha inventado. Y si no se tratase de una realización máxima, su culpabilidad no resultaría tan provechosa, pues sólo una gran obra puede servir de escarmiento. Ahora le encontraba un buen motivo para que existiera; era una prueba evidente, redonda, limpia, perfectísima, de la impotencia del Hombre solo. Era una demostración límite de lo que sucede cuando el hombre, ebrio de humanismo, ensoberbecido de hombría, o sea, renegando de la materna pasividad creadora que le ha sido dada, encomendada, decide apoyarse únicamente en el presuntuoso genio activo, solitario, del hombre a secas. Obcecado en su hacer y en su poder, se le extravía la carne; y claro, el alma, el alma que está dentro de la carne, también se oscurece.

Ramón Gaya. De "El inventor de la Gioconda". Roma, 1963.
Obra completa Tomo II, Pre-Textos 1992

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