Pero un buen día, pasando por delante de La Gioconda me pareció entrever que algo se había movido en mi ánimo respecto a esa pintura y ya no la encontraba tan estéril; no era un cambio de juicio, ni siquiera un giro de la simpatía; era sólo que ahora me gustaba saber que ese extraño y bello artefacto seguía allí, perpetuamente expuesto a las miradas, ofrecido a todos como una lección, como una advertencia, como un ejemplo. En una palabra: sirve. Es una imagen altísima de aquello que no debe hacer nunca un creador: dejarse caer en la endemoniada tentación de inventar y, lo que es más grave, de construir aquello que ha inventado. Y si no se tratase de una realización máxima, su culpabilidad no resultaría tan provechosa, pues sólo una gran obra puede servir de escarmiento. Ahora le encontraba un buen motivo para que existiera; era una prueba evidente, redonda, limpia, perfectísima, de la impotencia del Hombre solo. Era una demostración límite de lo que sucede cuando el hombre, ebrio de humanismo, ensoberbecido de hombría, o sea, renegando de la materna pasividad creadora que le ha sido dada, encomendada, decide apoyarse únicamente en el presuntuoso genio activo, solitario, del hombre a secas. Obcecado en su hacer y en su poder, se le extravía la carne; y claro, el alma, el alma que está dentro de la carne, también se oscurece.
Ramón Gaya. De "El inventor de la Gioconda". Roma, 1963.
Obra completa Tomo II, Pre-Textos 1992
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